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Fotos

Pese a que le mentía y le decía que estaba de acuerdo, que las fotos eran hermosas, en verdad en esas fotos ella nunca vio nada destacable. No era que las fotos le parecieran malas, era que simplemente solo unas líneas sobresaliendo, como interponiéndose a un horizonte generalmente sobrecogedor, era todo lo que se alcanzaba a ver de ella en esas fotos. Tan chiquita se veía, que al comienzo llegó a pensar que era alguna clase de burla de parte de él; quien se hacía tan lejos para capturar la imagen con solo su lente de corto rango, que en el resultado final, a veces no se adivinaba siquiera dónde terminaba el torso y comenzaban las piernas de ella; lo cual, dicho así de paso, puede sonar menor, pero no sería tal si conocieras sus piernas.


Sin dudas un ejemplo claro de lo difícil que era siquiera identificarla en las fotos que él le tomaba. Pero precisamente esa imagen, o esa ausencia de imagen, era según él, la vista que él más amaba de ella. Era como una alquimia, a través de la cual lograba tener todo su espectro en tan solo una micra de la imagen que componía el horizonte y aún así, ese pequeño punto, difuminado por las nubes y la brisa, era en su opinión no solo determinante para la composición sino en últimas, lo que le aportaba toda la belleza posible al cuadro. Una pequeña partícula en el horizonte que miraba de vuelta a la cámara devolviendo el mismo amor con que le miraban.


Ella realmente no entendía y seguramente no disfrutaba de su costumbre de replegarse poco a poco para verla de lejos en las caminatas que solían tomar por las colinas, subiendo por entre las faldas de la sierra donde vivían; eran ese tipo de momentos los que él escogía para capturar las mentadas fotos. Alejándose sin prisa pero sin pausa hasta hacerla sentir casi completamente sola, salvo por la incluso escalofriante certeza de que un par de ojos, afortunadamente enamorados, la vigilaban desde la espesura.


Ese día de caminata por entre las faldas del cerro comenzó sin ninguna particularidad, como casi todos los días prepararon su menaje, alistaron los sándwiches que compartían al coronar, y dejaron el carro en un lugar seguro y más bien privado cerca de donde comenzaba la trocha por la cual iniciaron su camino. Como en las últimas caminatas, en esta no hubo mucha charla. Esto, porque como le pasa a muchas parejas, poco a poco los pequeños detalles, que en su momento les hicieron pensar que eran el uno para el otro, se habían marinado en la cotidianidad y eran ahora precisamente la razón de que los más pequeños disparates se convirtieran en peleas de guardar balcón entre la cada vez menos joven pareja.


En cierta medida las caminatas, alrededor del pedazo de paraíso que quisieron comprar mediante deuda bancaria y que lastimosamente no pudieron construir, se convirtieron en el último refugio de interés común que compartían como pareja. Refugio que pese a ser sumamente añorado, se hacía cada vez más melancólico para ella, quien ya no podía siquiera esconder los ojos sonrojados y humedecidos cuando él llegaba al final de los caminos con un semblante no mucho mejor para ser honestos. 


Pero esta vez,  sus ojos se habían secado y el aún no había llegado. Cuando sacó el primer sanduche de la bolsa, un vacío en su estómago le avisó de manera premonitoria. Bajó despacito y atenta a los sonidos, en parte esperando que fuera un accidente menor o una flor que no conocía y estaba fotografiando o alguna cosa estúpida e irritante por el estilo lo que lo estuviera distrayendo, cualquier cosa, pero no lo que ya se temía. Haciendo el camino de vuelta en más de una hora, llegó al carro y como esperaba, lo encontró abierto y con las llaves en la cajuela.


Ella misma no tiene claros los recuerdos de lo que pasó después de ese momento, sus lágrimas y sus gritos no tuvieron un confidente mayor que el volante de su vehículo y aunque en su momento pensó que había entrado en estado de shock, posteriormente asimiló que el hambre (no llegó a probar nunca la merienda) y el cansancio aumentados por el llanto, le pasaron la factura del sueño reparador, porque cuando volvió a caer en cuenta de sí misma al sol apenas le resbalaban unos cabellos rojizos sobre la tierra.


De él nunca tuvo mayor rastro y tampoco lo buscó, meses después supo que estaba vivo casi por casualidad al ver el perfil de su rostro en la foto del amigo de un amigo y la felicidad que sintió de verlo sonreír se equiparó apenas con la tristeza que le causó verlo. Pese a que por esa y otras razones ella sabe que él está bastante lejos, de vuelta en la ciudad de la que en su momento la sacó cogida de la mano; ella ya no sale sola a hacer caminatas pues nunca dejó de sentir que dos ojos enamorados la miran desde el bosque, allá una pequeña partícula del horizonte se voltea a mirar esos ojos y les devuelve el mismo amor. Para ella aunque nadie podría verlo, su amor quedó allá entre los árboles, en el bosque.


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