Justo antes de que el disparo destrozara la puerta sobre la que se apoyaba, alcanzó a lanzarse de bruces por las escaleras, al llegar al piso tenía raspados su cabeza, su espalda y su orgullo.
-Anciano loco -bramó sobándose la cabeza.
- ¡Loca su abuela! -gritó el anciano y volvió a disparar su arma, que obedientemente reafirmaba su opinión.
Cubriéndose la cabeza con los brazos, Liliana, la mujer de Hernán y nuera del Anciano recorría la sala descolgando cuadros y doblando alfombras, preocupada de que algún perdigón malévolo dañara sus codiciadas costuras.
-Bueno, ya no queda más, si daña un mueble tendremos la excusa para cambiarlo -dijo mientras su marido la miraba, sorprendido de que aun en esa situación ella pensara en hacer alguna compra.
-Desde que no se mate que dañe lo que quiera, sino llega la policía y mínimo me llevan preso -le respondió, pero ella no le escuchaba, hacía cuentas mientras miraba al techo esperando que el viejo no le disparara al piso, dañándoles el techo de la sala además del ático.
Hernán se sobaba la frente mirando su reloj, como era de esperar Gloria, su hermana, no iba a llegar a tiempo; su papá, encerrado en el ático con una vieja carabina Winchester de la familia que pese a todos los pronósticos aún funcionaba, se había atrincherado horas antes, temiendo que vinieran a cazarlo los godos, ahora que un conservador estaba de nuevo en la presidencia.
Hernán no dudaba que los godos quisieran matar a su padre, pero los que le tenían por enemigo de viejas épocas ya debían estar o muertos o muy cerca de estarlo, víctimas del tiempo que sin afanes acabó con aquellos combatientes y bandoleros que no cayeron, años atrás, en las matanzas partidistas.
Unos sonidos metálicos y una que otra maldición, le informaron que su papá estaba recargando la carabina y esos ruidos le recordaron la existencia de un revólver lechuza 32, con el que él mismo había aprendido a disparar. Se puso blanco al no recordar que había hecho finalmente su papá con él, ya que cuando se supo que con uno de esos mataron a Gaitán el viejo le cogió fastidio y no lo uso más, pero eso sí, Hernán no podía estar seguro de si estaba o no, también el revólver en poder del viejo y su histeria senil, encerrados en el ático.
- ¡Papá! -gritó prolongadamente, probando un acercamiento menos riesgoso a la situación.
- ¿Qué?
-Baje.
-!Que no! esos le van a pagar a cualquier cristiano pa' venir a darle plomo a uno.
-Que baje hombre y nos tomamos un tinto.
-Pues súbalo pendejo, el manco aquí soy yo.
Y era cierto. Exasperado, Hernán se sentía de nuevo como un niño al caer en cuenta de que su papá manco, anciano y enfermo, tenía toda la situación controlada. En esas estaba cuando sonó el timbre, cosa que lo hizo estremecerse mientras veía a su mujer atravesar todo el campo de batalla para contestar el citófono, que contestó despacito como temiendo a lo que pudieran decir del otro lado de la línea.
-La policía - exclamó asustada antes de escuchar.
Alguien escuchó los disparos -sentenció Hernán, preocupado ahora tanto de su papá como del oficial que intentara bajarlo.
-Ahí llegaron, ahí llegaron -se le escuchó decir al anciano, mientras una serie de ruidos hacían pensar que se guarecía en algún rincón de la piecita que conformaba el ático.
-Baje hombre o nos va a tocar ir a bajarlo -le dijo Hernán al techo.
-No me corrió Siete Colores me va a mover usted, ¡Que suba el varoncito! -gritó el anciano, con el orgullo hinchado, muy seguramente apuntando su arma a la puerta del ático.
-Es Gloria - informó la mujer al marido mientras colgaba el citófono y apretaba el botoncitó que permitía el ingreso a los visitantes.
-Papá, no vaya a disparar que es Gloria -respondió aliviado Hernán dirigiéndo de nueva la palabra a un techo que no se inmutaba.
-A qué bueno, suban y nos tomamos un tintico -respondieron desde arriba. Y ante la mirada atónita de Hernán, Liliana puso a calentar el agua.
Gloria entró saludando a su hermano y a su cuñada y la berraca tranquilidad con la que andaba irritó tanto a Hernán que sintió como se le caían esos últimos cabellos que honrosamente resistían la calvicie, pero igual accedió a sentarse a la mesa y como todos en su familia el panorama se le dibujó mucho más sencillo cuando bebió los primeros sorbos del café, aún pese a que nuevamente, Liliana le hubiera echado azúcar a todos cuando solo a ella le gustaba el café con dulce. Convinieron que lo mejor era dejar al viejo en el techo y bajarlo cuando se durmiera o se desmayara por el cansancio.
Viendo la cuarta taza enfriarse en la mesa, Gloria le gritó al techo:
-Papá.
-Mija -le gritó de vuelta su padre.
-Le voy a subir tinto, se lo dejo en la puerta. -Y agarrando la taza, caminó hasta las escaleras de caracol que llevaban al ático, sin mucha confianza en la cordura de su padre las subió hasta la mitad y estirándose todo lo que pudo, dejó la taza a los pies de lo que antes fue una puerta. -Ahí está -informó, mientras retrocedía poco a poco y el timbre sonaba de nuevo, asustándola al punto que casi la hace caer escaleras abajo, pero como estaba estirada y más bien reptando los escalones, logró sostenerse agarrándolos con las manos.
La policía- dijeron todos casi al mismo tiempo y luego de que confirmaron la identidad de los visitantes, se hicieron los tres juntos a la puerta, como tratando de interponerse entre los agentes de policía que subían las escaleras y el abuelo, que quizá alarmado también, se le escuchaba moverse y hacer ruidos por todo el techo.
Víctimas de la preocupación que aumentaba a cada segundo, bajaron las escaleras para interceptar a los policías y explicar la situación antes de que estos entraran al apartamento, lo que sucedió dos pisos más abajo. Los policías, honrando la tradición, no entendieron nada de lo que pasaba pero para ser justos esta vez fue culpa de las tres versiones apuradas y asustadas de una historia sin sentido, que no lograron nada más que afanar a los policías en su camino hacia el último piso.
Ingresaron intempestivamente al apartamento, pero hasta ahí les llegó la preocupación, ya que la imagen de un anciano manco en calzoncillos, refunfuñando mientras hervía agua para hacerse un tinto "decente", apaciguó a los policías, quienes no pudieron despreciarle al viejo el respectivo tintíco. Eso sí, sin azúcar, no como el "aguae'panela esa sucia" que, según él, le acababan de servir sus hijos.
Después de dejar al viejo peleándole al periódico y a la hija, porque la noticias mostraban que un godo había vuelto a la casa de Nariño, los oficiales subieron al ático acompañados de Hernán y no encontraron más que los destrozos en la puerta y los restos de lo que debió haber sido una muy linda carabina, ahora rota, la que presumiblemente se había destrozado con su último disparo.
-Anciano loco -bramó sobándose la cabeza.
- ¡Loca su abuela! -gritó el anciano y volvió a disparar su arma, que obedientemente reafirmaba su opinión.
Cubriéndose la cabeza con los brazos, Liliana, la mujer de Hernán y nuera del Anciano recorría la sala descolgando cuadros y doblando alfombras, preocupada de que algún perdigón malévolo dañara sus codiciadas costuras.
-Bueno, ya no queda más, si daña un mueble tendremos la excusa para cambiarlo -dijo mientras su marido la miraba, sorprendido de que aun en esa situación ella pensara en hacer alguna compra.
-Desde que no se mate que dañe lo que quiera, sino llega la policía y mínimo me llevan preso -le respondió, pero ella no le escuchaba, hacía cuentas mientras miraba al techo esperando que el viejo no le disparara al piso, dañándoles el techo de la sala además del ático.
Hernán se sobaba la frente mirando su reloj, como era de esperar Gloria, su hermana, no iba a llegar a tiempo; su papá, encerrado en el ático con una vieja carabina Winchester de la familia que pese a todos los pronósticos aún funcionaba, se había atrincherado horas antes, temiendo que vinieran a cazarlo los godos, ahora que un conservador estaba de nuevo en la presidencia.
Hernán no dudaba que los godos quisieran matar a su padre, pero los que le tenían por enemigo de viejas épocas ya debían estar o muertos o muy cerca de estarlo, víctimas del tiempo que sin afanes acabó con aquellos combatientes y bandoleros que no cayeron, años atrás, en las matanzas partidistas.
Unos sonidos metálicos y una que otra maldición, le informaron que su papá estaba recargando la carabina y esos ruidos le recordaron la existencia de un revólver lechuza 32, con el que él mismo había aprendido a disparar. Se puso blanco al no recordar que había hecho finalmente su papá con él, ya que cuando se supo que con uno de esos mataron a Gaitán el viejo le cogió fastidio y no lo uso más, pero eso sí, Hernán no podía estar seguro de si estaba o no, también el revólver en poder del viejo y su histeria senil, encerrados en el ático.
- ¡Papá! -gritó prolongadamente, probando un acercamiento menos riesgoso a la situación.
- ¿Qué?
-Baje.
-!Que no! esos le van a pagar a cualquier cristiano pa' venir a darle plomo a uno.
-Que baje hombre y nos tomamos un tinto.
-Pues súbalo pendejo, el manco aquí soy yo.
Y era cierto. Exasperado, Hernán se sentía de nuevo como un niño al caer en cuenta de que su papá manco, anciano y enfermo, tenía toda la situación controlada. En esas estaba cuando sonó el timbre, cosa que lo hizo estremecerse mientras veía a su mujer atravesar todo el campo de batalla para contestar el citófono, que contestó despacito como temiendo a lo que pudieran decir del otro lado de la línea.
-La policía - exclamó asustada antes de escuchar.
Alguien escuchó los disparos -sentenció Hernán, preocupado ahora tanto de su papá como del oficial que intentara bajarlo.
-Ahí llegaron, ahí llegaron -se le escuchó decir al anciano, mientras una serie de ruidos hacían pensar que se guarecía en algún rincón de la piecita que conformaba el ático.
-Baje hombre o nos va a tocar ir a bajarlo -le dijo Hernán al techo.
-No me corrió Siete Colores me va a mover usted, ¡Que suba el varoncito! -gritó el anciano, con el orgullo hinchado, muy seguramente apuntando su arma a la puerta del ático.
-Es Gloria - informó la mujer al marido mientras colgaba el citófono y apretaba el botoncitó que permitía el ingreso a los visitantes.
-Papá, no vaya a disparar que es Gloria -respondió aliviado Hernán dirigiéndo de nueva la palabra a un techo que no se inmutaba.
-A qué bueno, suban y nos tomamos un tintico -respondieron desde arriba. Y ante la mirada atónita de Hernán, Liliana puso a calentar el agua.
Gloria entró saludando a su hermano y a su cuñada y la berraca tranquilidad con la que andaba irritó tanto a Hernán que sintió como se le caían esos últimos cabellos que honrosamente resistían la calvicie, pero igual accedió a sentarse a la mesa y como todos en su familia el panorama se le dibujó mucho más sencillo cuando bebió los primeros sorbos del café, aún pese a que nuevamente, Liliana le hubiera echado azúcar a todos cuando solo a ella le gustaba el café con dulce. Convinieron que lo mejor era dejar al viejo en el techo y bajarlo cuando se durmiera o se desmayara por el cansancio.
Viendo la cuarta taza enfriarse en la mesa, Gloria le gritó al techo:
-Papá.
-Mija -le gritó de vuelta su padre.
-Le voy a subir tinto, se lo dejo en la puerta. -Y agarrando la taza, caminó hasta las escaleras de caracol que llevaban al ático, sin mucha confianza en la cordura de su padre las subió hasta la mitad y estirándose todo lo que pudo, dejó la taza a los pies de lo que antes fue una puerta. -Ahí está -informó, mientras retrocedía poco a poco y el timbre sonaba de nuevo, asustándola al punto que casi la hace caer escaleras abajo, pero como estaba estirada y más bien reptando los escalones, logró sostenerse agarrándolos con las manos.
La policía- dijeron todos casi al mismo tiempo y luego de que confirmaron la identidad de los visitantes, se hicieron los tres juntos a la puerta, como tratando de interponerse entre los agentes de policía que subían las escaleras y el abuelo, que quizá alarmado también, se le escuchaba moverse y hacer ruidos por todo el techo.
Víctimas de la preocupación que aumentaba a cada segundo, bajaron las escaleras para interceptar a los policías y explicar la situación antes de que estos entraran al apartamento, lo que sucedió dos pisos más abajo. Los policías, honrando la tradición, no entendieron nada de lo que pasaba pero para ser justos esta vez fue culpa de las tres versiones apuradas y asustadas de una historia sin sentido, que no lograron nada más que afanar a los policías en su camino hacia el último piso.
Ingresaron intempestivamente al apartamento, pero hasta ahí les llegó la preocupación, ya que la imagen de un anciano manco en calzoncillos, refunfuñando mientras hervía agua para hacerse un tinto "decente", apaciguó a los policías, quienes no pudieron despreciarle al viejo el respectivo tintíco. Eso sí, sin azúcar, no como el "aguae'panela esa sucia" que, según él, le acababan de servir sus hijos.
Después de dejar al viejo peleándole al periódico y a la hija, porque la noticias mostraban que un godo había vuelto a la casa de Nariño, los oficiales subieron al ático acompañados de Hernán y no encontraron más que los destrozos en la puerta y los restos de lo que debió haber sido una muy linda carabina, ahora rota, la que presumiblemente se había destrozado con su último disparo.
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