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Cobijas


Se sintió como si hubiera caminado la noche entera y de hecho para cuando abrí la puerta de la casa, un sol sin venados le peinaba la cabeza a los cerros. La bella luz de madrugada no cruzó conmigo el umbral de la puerta sobre la que em recosté algo rendido, cansado, pero sin sueño. Sin embargo, siendo la madrugada del lunes, no encontré mucho más que hacer salvo echarme a la cama a ejecutar la penosa tarea de dormir sin ganas.
Una vez arrojado sobre la cama me cubrí como siempre con la colcha hasta la cabeza tratando de recuperar la noche a un día que ya la había reclamado; la luz mañanera se empeñaba en molestar y por algún agujero de mi refugio de tela se colaba, iluminando el interior de la suerte de cueva en la que yo intentaba conciliar el sueño.
Tapando con mi espalda la luz que entraba, logré que la oscuridad ganara terreno y las sombras y las luces se pusieron a jugar con la tela, burlándose quizá del hombre que su lado, no dejaban descansar. Cómo cualquier persona medianamente seria decidí asumí el insomnio que me dominaba y me dejé llevar por la única alternativa de entregarme también al juego de aquellas luces, concentrándome en las visiones que se sucedían frente a mí y que desaparecían y se transformaban conforme yo adoptara una u otra posición en la cama.
De repente, un giro brusco de mi cuerpo redujo la luz al mínimo, las visiones luminosas desaparecieron y solo ciertas lenguas de luz se pintaban en los dobleces de la colcha; al girar mi cuerpo y mirar hacia arriba descubrí entonces aquel continente negro que de repente cubrió mi cielo. Las arrugas y pliegues de la colcha eran ahora imponentes cordilleras y valles instalados de cabeza y apenas a la altura de mis ojos asombrados. Una geografía infinita, cuya sísmica mutaba con los vaivenes de mi respiración y cuya extensión cubría por completo mi cuerpo cansado.
Jugueteé un rato con la telúrica producto de mi cuerpo, al más leve movimiento un pliegue se doblaba y otro se estiraba y con ellos montañas de kilómetros de altura suspendidas en frente mío se precipitaban de nuevo a su suelo, mismo del que en otra parte del mapa vivo que construía, nacían montañas, sierras y quizás, si esa madrugada no hubiese sido verano en Argentina, habría visto nevados en los más altos, o bajos, picos de mi cobija.
Otro movimiento trajo consigo un poco más de luz, marcó más dramáticamente las luces y sombras que componían el panorama y en ese momento caí en cuenta de la inmensa distancia que debía haber entre el suelo de esa geografía multiforme y el lugar desde donde mis ojos la observaban y con eso, sentí como el vértigo se apoderó de mí cuerpo. De repente me asustaba caerme en esa distancia infinita entre mi cornea y la tela que cubría mi cabeza y con el vacío en el estómago propio de alturas dramáticas, sentí como caía en mi sueño, en esa etapa extraña en que se es consciente de que se sueña, pero de una manera embelesada en los sinsentidos propios de las pesadillas y las fantasías.
Recuerdo que con el poco de conciencia que retenía, me preguntaba cómo podría estar soñando y sintiendo vértigo a la vez, si las más de las veces a la menor sensación de caída mientras duermo suelo despertar de golpe, quizá gritando, bastante asustado y acompañando todo el cuadro con un salto involuntario de varios centímetros sobre la cama, el sofá o la silla de bus en la que sea que me encuentre. Concluí entonces que, pese a estar cayendo, me había dormido mirando al techo y que, por tanto, estar cayendo hacía arriba no debía ser algo que preocupara mucho a mis instintivos reflejos.
Resuelto el enigma mi atención volvió a la colcha que me cubría, quería moverme para seguir jugando con las transformaciones de aquella geografía, pero mi cuerpo no respondía. Así que me concentré en respirar profunda y largamente, viendo la manera en que se modificaba poco a poco la tela y sus valles y montes, los cuales tenía cada vez más cerca. Los picos y las sierras se hicieron montes y montañas, estas a su vez se convirtieron en colinas redondeadas y los valles se hicieron más tersos y largos, cosa que veía agradecido mientras me precipitaba directo a ellos. Ya que, si iba a morir en la caída, pensaba idiotamente, preferiría aplastarme en un valle suave a aplastarme contra una agreste cadena montañosa.
Pero mientras caía, comprendí sorprendido que aquella geografía ya no era geografía; las figuras se suavizaron tanto y adquirieron una forma tal, que el continente que antes me cubría ya no podía ser otra cosa más que una suave silueta de tersos cerros, no podía ser otra cosa que su suave silueta. Los kilómetros que había caído no habían sido sino el recorrido por la distancia que en ese momento nos separaba de un extremo del continente al otro, fueron solo unos minutos lo que tardé de mi cama a la suya, donde ella también dormía, ignorante de que los pliegues de su cobija se reflejaban en ese momento en la colcha con la que yo me cubría en el cuartico de la Ciudad de la Plata.
Aun no estaba completa su figura, lo cual tenía sentido pues yo aún caía, se iba moldeando poco a poco no ya con mi respiración pues en ese momento el estruendo mayor lo producía el palpitar de mi corazón emocionado, que como un cincel laborioso le iba dando forma a mi visión. Tan cerca estaba, parecía que podía oírla respirar mientras dormía, era como si solo una leve seda separara nuestros cuerpos que dormían en países diferentes y yo quería que no nos distanciara siquiera esa fina capa. Cansado de no terminar de caer, puse todo mi empeño en intentar alcanzarla, solo centímetros distanciaban mi mano de su cuerpo por lo que debía poder tocarla.
Con un esfuerzo monumental moví mi brazo una distancia ínfima y sin pensar que hubiera podido hacerlo puse mi mano sobre su costilla. ¿Su costilla? Seguramente debí haber apuntado mal. Pero la sensación tibia de su piel y lo real de su cuerpo me impresionaron a tal punto que desperté de golpe, entre excitado y asustado, maldiciendo la insensatez de no haber tocado más que su costilla, embelesado con su aroma que aun sentía y esperando, un tanto preocupado, no haberla despertado.


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